El Libertador Sudamericano, José Francisco de San Martín, fue un eximio militar y patriota, pero también un ser humano sencillo y humilde.

En la cuantiosa y rica bibliografía sanmartiniana mucho se ha escrito sobre sus proezas militares y su genio político: su destacada actividad militar en la península, la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo, la notable y vigorosa gestión como gobernador intendente de Cuyo, su apoyo decisivo a la declaración de la independencia, la epopeya del cruce de los Andes, los triunfos decisivos en Chacabuco y Maipú, la independencia de Chile y del Perú, bastión central del poder español en América.

Sucesos que con total justicia glorifican al Capitán de Los Andes y merecidamente lo colocan en el pedestal de la patria. Sin embargo, el objeto de esta nota es dejar de lado al héroe para centrarme en el hombre y retratar mediante algunas anécdotas que lo tienen como protagonista, su genio, su integridad moral y su sencillez.

En suma, se trata de mostrar a San Martín como hombre, no solo en el contexto de sus funciones dentro del drama revolucionario, sino también cuando voluntariamente inició su ostracismo y dejó de ser hombre público, legándonos un verdadero testamento político para la posteridad y una moral de conducta sin igual.

El padre de la patria era ahora el abuelo inmortal. Sus nietas Merceditas y Josefa llenaban la vida del héroe. Cierto día, y para evitar que llore Merceditas, San Martín se levantó, sacó del mueble una medalla de la que pendía una cinta amarilla y, dándosela a la nieta, le dijo: «Toma, ponle esto a tu muñeca para que se le quite el frío». La hija del prócer llamó la atención del padre, indicando que la medalla que le había dado a la niña era nada más y nada menos que la condecoración que el gobierno de España le había otorgado por su actuación en la batalla Bailén (1808). San Martín, con su sencillez replicó: «¿Cuál es el valor de todas las cintas y condecoraciones si no alcanzan a detener las lágrimas de un niño?»